La capacidad de almacenamiento de la memoria humana es insignificante. Nuestro cerebro tiene una memoria con una capacidad que supera por muy poco un pendrive de los pequeños, según Fabricio Ballarini.
La capacidad de almacenamiento de la memoria humana es insignificante. Nuestro cerebro tiene una memoria con una capacidad que supera por muy poco un pendrive de los pequeños, según Fabricio Ballarini.
Era un acontecimiento especial para nosotros, niños entonces. Preparativos de víspera, filetes albardados y tortillas en las fiambreras, taxpela roja (cada uno la suya), nervios por el madrugón, el largo viaje con parada en Vitoria para comprar el pan y, por fin, la llegada a Estella y, poco después, a las campas de Iratxe. Con los comienzos de mayo, la cita de Montejurra […]
a través de Montejurra, 40 años después. Mi memoria. — Txema Urkijo
re«Y yo estuve junto a ellos incluso cuando la memoria, cansada de recordar, quiso abandonarme…»
Suelen pasar desapercibidas y apenas generan debate o polémica, pues pocas veces se discuten. Pareciera que se asume la idea de que aún es pronto, en medida de tiempo histórica, para realizar un examen de tal naturaleza a y desde la sociedad vasca. Sin embargo, algunas voces, esporádicamente sí se alzan para criticar lo que sus autores califican de «culpabilización» de los vascos cuando se analiza su actitud y su reacción frente a la violencia de ETA.
Cuentan que el último en hacerlo debió ser un alto responsable en la materia del gobierno vasco, al intentar explicar la razón del ostracismo al que fue sometido por el propio gobierno el Informe Foronda sobre «Los contextos históricos del terrorismo en el País Vasco y la consideración social de sus víctimas en el período 1968-2010». Con posterioridad, la polvareda levantada por tal actuación con un estudio realmente valiosísimo en términos de memoria…
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Los periodistas Ana Pastor e Iñaki Gabilondo conversaron en el programa El Objetivo de La Sexta sobre el momento político actual. Independientemente de la opiniones y consideraciones que eran objeto del encuentro, me llamó la atención que se diera por hecho que el tiempo de Iñaki Gabilondo fue el de la transición y el de Ana Pastor, el presente.
Si Iñaki Gabilondo no ha muerto ni está incapacitado y, por fortuna, aún sigue aportando reflexiones, valoraciones e influencia sobre lo que nos acontece, ¿por qué se presenta como si no formara parte de este tiempo actual? ¿A partir de qué edad, por muy vivo y lúcido que se esté, no se pertenece al presente? Las palabras del propio Gabilondo nos dan alguna pista:
“Vosotros contaréis este tiempo con emoción… Lo contaréis como nosotros contamos la transición… La vivimos como vosotros estáis viviendo esto ahora… muy interesante… sin la conciencia histórica que sólo da la perspectiva del tiempo”.
Esto querría decir que es la posibilidad de la memoria la que nos otorga la pertenencia a un tiempo determinado. Aunque vivamos hoy, si no tenemos horizonte vital para poder contarlo en el futuro, ¿es como si ya estuviéramos excluidos del tiempo actual? Entonces, ¿sólo la memoria de otros podría volver a incluirnos en un tiempo que parece no pertenecernos?
Compartimos este trabajo de nuestra buena amiga Julieta Julus sobre los que contó nuestras queridas montijanas, Esperanza y Marisol. Todos los Nombres ha colgado su último artículo «Memorias sobre la represión del franquismo: http://www.todoslosnombres.org/…/tln_olaso_memorias_sobre_l…
Nosotros os seguimos animando a buscar información sobre los ciudadanos de Moneo: MONEO ¿Quiénes fueron los jóvenes asesinados? y ¿TRES NUEVAS FOSAS EN LAS MERINDADES?.
Y os dejamos con un vídeo de nuestra buena amiga Julieta sobre los que contó Esperanza.
De la misma manera que la hierba es capaz de hacerse hueco para crecer entre el asfalto, la memoria humana también es persistente a la hora de anidar incluso entre los resquicios de la más avanzada tecnología. La historia que escribió Charles Ornstein es un hermoso ejemplo. El halló un tesoro inesperado y lo contó en la estación de radio npr.org, el pasado 25 de mayo. Ahora, me he tomado el atrevimiento de traducir sus palabras al castellano, porque merece la pena ver cómo la memoria es nuestra gran oportunidad para seguir comunicándonos, incluso en conversaciones triviales, con quienes ya no están.
‘Besos a todos’: los mensajes de voz sobreviven a quienes los pronunciaron
Durante años, el buzón de mensajes de voz de mi madre era como el de tantas otras.
‘Hola, soy mamá’, empezaba y, luego, esa auténtica madre judía seguía charlando con el timbre grave que la distinguía. ‘Han anunciado una tormenta por dónde tú vienes… Por favor, conduce con cuidado… Un beso. Adiós’.
Es la clase de mensaje a la que no prestaba mucha atención- si es que llegaba a escucharlo. Pero, tres meses después de que pronunciara esas palabras, mi madre murió en un hospital a las afueras de Detroit. Desenterré ese y otros mensajes de ella cuando estaba fisgando en la memoria caché de la papelera del iPhone, que me dejó asombrado y agradecido por esa capacidad inesperada para preservar la voz.
Atesoro muchos recuerdos de mi madre, que murió este mes hace dos años. Me encantan los certificados de naturalización de cuando sus padres se convirtieron en ciudadanos americanos. Guardo vajillas, copas, y fotografías desde cuando ella era niña hasta con mis hijos. Por supuesto, también puedo verla en los videos de mi Bar Mitzvah y de mi boda. Pero, por alguna extraña razón, es a los mensajes de voz –esos instantes espontáneos de la vida diaria- a los que recurro más a menudo.
Escucho a esa madre judía vigilante y protectora, incluso aunque yo ya hubiera formado mi propia familia y viviera a cientos de kilómetros. Una madre siempre dispuesta a compartir alguna historia jugosa (‘Estaba viendo el telediario y han hablado sobre otro tipo loco de esos en New Jersey’… dijo en un mensaje). Una madre que llamaba cada pocas horas, desbordante de nervios, cada vez mi familia y yo hacíamos un viaje de diez horas desde New Jersey para ir a visitarles a ella y a mi padre. Una madre que se debilitaba progresivamente a medida que avanzaba su Parkinson. (‘Charlie, te tengo que pedir un favor… Te llamo luego. Te quiero. Besos a todos’).
Había encontrado los mensajes casi por casualidad. Estaba escuchando los mensajes de condolencias de mis amigos y di con una de esas llamadas terrenales de mi madre. Entonces, me di cuenta de que mi smartphone era realmente inteligente –requería una segunda confirmación antes de enviar los mensajes al éter. Había hallado un tesoro de recuerdos verbales.
Me sorprendió que los teléfonos se hayan convertido en los nuevos libros de memorias. A diferencia de las fotografías que capturan el aspecto que teníamos en segundo curso o nos recuerdan nuestro 21 cumpleaños, los mensajes de voz –tal vez por su abstracción de la imagen- capturan nuestra esencia en diferentes momentos de la vida. La falta de malicia de mi hijo de cinco años cuando pide que le devuelvas la llamada. El capricho de mi hijo de ocho años con nuestros equipos deportivos. La voz cada vez más débil de mi madre.
Generalmente, solemos borrar los mensajes de los contestadores automáticos, pero los teléfonos nos permiten, tal vez sin darse cuenta, llevar muchos recuerdos siempre encima.
Cuando actualicé, recientemente, el iPhone, salvé los mensajes con una grabadora digital de voz, porque nos los quiero perder jamás.
Un día antes de que el corazón de mi madre se parara inesperadamente y la dejara en un coma del que nunca se volvió a recuperar, llamó al móvil de mi padre desde la habitación de urgencias donde la habían ingresado con un fuerte resfriado. Era antes del amanecer. ‘Hola. Te quiero. Son las cinco y media. No he podido dormir, pero te quiero. Cuídate, por favor. Adiós’.
Resulta evocador escuchar esas palabras. Me pregunto si ella sabía que su fin estaba cerca.
Por desgracia, tuve que volver a pasar la misma travesía cuando mi padre murió de repente, cuatro meses después de mi madre.
‘Hola a todos. Shabbat Shalom. Soy papá O, desde Michigan. Bueno, de momento, adiós’, decía mi padre con su voz suave y amable que aún nos transmite amor desde ese mensaje que, inexplicablemente, no habíamos borrado del contestador automático.
Cuando escucho el mensaje de mi padre en el móvil, oigo al hombre discreto y cariñoso que siempre preocupaba por los demás mientras desatendía sus propios problemas de salud (‘No sé a qué hora llegarás a casa. Que tengas buen viaje y llámame cuando ya estés en New Jersey’). Escucho al padre que siempre nos hacía poner los ojos en blanco y que bromeaba de buena gana con su obstinación en anotar el instante preciso de sus llamadas -‘1:33 y media’-, a pesar de que el teléfono ya dejaba registradas tanto la hora como la identidad de la llamada.
Al igual que los mensajes de mi madre, los de mi padre también constituyen la crónica de su lenta marcha hacia la muerte, que supuso un fin abrupto de nuestras llamadas diarias (a menudo, en el momento álgido del trabajo, cuando yo no tenía mucho tiempo para cháchara), y, ahora, los atesoro. En sus últimas semanas de vida, le habían amputado un dedo y, poco después, todos los dedos de un pie por complicaciones con su diabetes.
‘Ya sabes que tengo un dedo menos, pero me preocupa más el pie’, dijo en un mensaje. ‘De todas formas, lo llevo bien. Vale, adiós’.
Ocho días antes de que muriera, me dejó el que sería su último mensaje: ‘Parece que todo va bien’, dijo al final. ‘Bueno, adiós’.
Hasta la muerte de mis padres, no me había dado cuenta del poder de los mensajes de voz y del contestador automático. Para ser honesto, no me lancé a escuchar los mensajes enseguida y, dado que no me ponían en contacto con nadie vivo, podría haberlos pasado a mensajes de texto o mails.
De hecho, no me sorprendería que los mensajes de voz desaparecieran más pronto que tarde. Coca-Cola anunció en diciembre que va a eliminar el sistema de correo de voz en su sede de Atlanta ‘para simplificar los métodos de trabajo e incrementar la productividad’. A cambio, los usuarios son invitados a intentarlo de intentarlo de nuevo más tarde o de probar a través de ‘una vía alternativa’.
Parece una decisión razonable desde el punto de vista del negocio, pero, desde una perspectiva personal, puedo decir que los mails y textos de mis padres no me hacen evocar las mismas resonancias emocionales que el sonido de sus voces.
Mis padres perduran de muchas maneras.
Pero la mayoría de ellas no me caben en el bolsillo. Y los mensajes de voz, sí.
Más de una vez, he detenido el coche en el arcén, he sacado el móvil y he escuchado sus mensajes uno por uno.
Me maravilla comprobar cómo las cosas que más adoro de mis padres son aquellas que nunca hubiera imaginado.
Charles Ornstein
Quien haya llegado hasta aquí en su lectura, seguro que está deseando, con razón, escuchar esas voces. Ahí dejo el enlace
Aprender la lengua materna es muy fácil. Todas las palabras están unidas a hechos y emociones que se quedan prendidos a la intimidad de su significado. Sin embargo, cuando aprendemos una lengua ajena, la memoria es el único recurso para el conocimiento de las palabras. Sólo si hacemos una inmersión lingüística, podremos poner carne al hueso aprendido de las palabras, y dotarlas de vida y experiencia propias.
La historia es como una lengua extranjera. Somos capaces de conocerla de memoria, pero imposible que podamos asociar a ella algún sentimiento. Narraremos la batalla de las Termópilas o la Toma de la Bastilla, pero nuestras sensaciones serán distantes y producto de lo que nuestra imaginación sea capaz de recrear. En cambio, cuando hemos vivido hechos históricos, como la caída del Muro de Berlín o los atentados del 11 de septiembre de 2001 en Estados Unidos, por ejemplo, poseemos también toda la intensidad de la experiencia. Es entonces cuando no sólo podemos recordar, sino evocar. Al igual que la lengua materna, la memoria evocable es la verdadera patria del ser humano.
Decía Carlos Castilla del Pino que “lo dramático de algunas evocaciones es que no pueden ser contadas a falta de palabras. En ocasiones, hay un décalage entre lo vivido y lo contado, hasta el punto que contar es reconocer simultáneamente nuestro fracaso como narrador”. Suele ocurrir en situaciones de extremo sufrimiento. Todas las palabras nos parecen insuficientes para describir la profundidad de lo que se ha padecido.
Quiero aprovechar este ocho de mayo, cuando se cumple el vigésimo aniversario del secuestro de José María Aldaya, para evocar aquellas concentraciones silenciosas en las que sus hijos sostenían la pancarta mientras les lanzaban toda clase de improperios, como ‘Gora ETA militarra’, ‘Hoy tú de negro, mañana tú familia”, ‘Los asesinos llevan lazo azul’ o ‘Zuek ere txakurrak zarete’. Aquellos hechos forman parte ya de la historia, pero aún estamos vivos los que podemos evocarlos. El problema es que, como siempre que el ser humano se enfrenta con su propio abismo, faltan las palabras para abarcarlo. Nos quedan las imágenes y el silencio. El mismo silencio que fue expresión de libertad entonces puede ser, hoy, el de un espectador estupefacto.